martes, 16 de septiembre de 2014

Nota 1


Yo no creo tener el cabello tan grande como para ser blanco peludo de represiones estéticas, de córtate el cabello por favor que pareces Chubaka. No creo tener el cabello suficientemente largo como para que me urja una trasquilada violenta. Pero no, no para los que juzgan de desabrida esta cabellera de, calculo, 8 centímetros. Yo no sé nada de peinados ni soy de los que, esperando el turno en la peluquería, mientras un par de cabezas ajenas se despejan, revisa revistas de esas que tienen centenares de peinados para todo gusto, tipo de cabello y ocasión. Me dedico al perverso ejercicio de observar los rostros de las tristes víctimas que soportan cada tijeretazo, cada afeitada sin piedad con la resignación con la que se reciben unas oleadas que no se adivinan de dónde salen. Mi rudimento estético se reduce a saber de memoria los pasos para tener un peinado elegante: coger el peine correctamente (no demasiado elegantemente como en los comerciales que hace de un cabello ordinario un enredado de alambre de púas), arrastrarlo junto con el cabello hacia atrás, mirar atentamente el espejo donde (con suerte) cada vez nos veremos más agraciados, separar el cabello con un surco al lado derecho de la cabeza, mirarse como modelo de revista y decidir si este arreglo es preciso para hoy o para nunca. No son pocas las veces que estos psicópatas peluqueros, estos confundidos jardineros con un pulso deplorable me dejaron el cabello como cadete de primer año, como para asesinarlos. Debía, pues, tolerar el tiempo que toma barbechar el cabello refugiado en casa, exiliado de la sociedad. Hasta que con mucha paciencia: Habemus Cabellera. Recuerdo que un amigo mío, Lud, que llegó a Pasco desde Tacna en circunstancias desconocidas, me contó una vez porque él tenía el cabello muy largo largo largo. Me dijo que cuando los españoles llegaron, en circunstancias muy conocidas, a Perú, vieron a los incas y exclamaron solemnemente “¡Coño! ¡Cuánto pelucón!” y decidieron rapar a todo el poblado para así reconocer sus estratos y quitarles todo el oro suculento que allí se acumulaba; yo nunca me creí eso, yo sospecho que si los españoles raparon a todos los incas fue por pura envidia de tanto cabello tan bien cuidado. Por lo tanto, aunque este testimonio no figura en ninguna crónica, desde aquel día en que llovió tanta melena, es un signo de esclavitud llevar el cabello corto. Lud no quería condescender con nadie, así que no paro hasta tener el cabello hasta las rodillas. Recuerdo esto mientras me acomodo el cabello que no me deja ver, mientras me imagino sentado en una especie de silla eléctrica, que resulta ser, nada más ni nada menos, que la silla de la peluquería, allí, relajada y lampiña.

No hay comentarios:

Publicar un comentario