Los edificios, esos grandes de Lima o de
donde vengan esos gigantes con ventanas,
no son sino
cadáveres
rezados
hacia arriba,
los que lanzan
sus ojos desde esos
umbrales no tienen
pizca del amén
y tienen en reemplazo
un café que se enfría
a
la
velocidad
de
una
letra
deletreada
en
un
poema.
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